París 4 o de “Cómo saber si eres cobarde o feliz”

paris y nebraska


Hoy comienzo a escribir con el ánimo descolocado porque tengo tantas cosas en la cabeza que ya no sé ni qué sentir. Estos últimos días han sido de reflexión y ya he tomado una decisión casi fija sobre el viaje a Nebraska. Ayer me levanté por la mañana a una hora prudente para aprovechar el día y nada más abrir los ojos ya tenía un montón de ideas corriendo por mi mente sobre qué paso dar. Para ello decidí irme a hablar con unos amigos muy especiales y consultarlo.

Inga vino a buscarme para ver si íbamos juntos a la compra pero yo ya me había hecho otro plan muy diferente. Estuve en la cocina comiendo más solo que la una, reflexivo como estos últimos días y luego Inga y yo cogimos el metro juntos con destinos diferentes. Ella se bajó en La Defénse para ir a la compra y yo llegué hasta Auber para irme caminando hasta el museo del Louvre.

Llegué allí sobre las 15.45 y tenía hasta las 6 para explorarlo entero, pero a mí lo que me apetecía era otra cosa. Hoy no necesitaba admirar las escaleras de la Victoria de Samotracia ni admirar los enormes cuadros de David de la época napoleónica. Ni siquiera quería pasar a guiñarle el ojo a Mona Lisa, rodeada como siempre de turistas chinos peleando por la mejor fotografía. Como tenía tanta morriña de estar en casa y necesitaba hablar con alguien que me fuera familiar, atravesé el museo entero y en la segunda planta al final de la galería, se encontraba una habitación exclusiva para obras de artistas españoles. Pasé de largo de da Vinci y Miguel Ángel para sentarme entre cuadros de mis compatriotas y sentirme una vez más como en casa. Me senté en uno de los bancos de la galería, enfrente de una pintura de El Greco, famoso en Toledo por haber vivido allí la mayor parte de su vida y por tener haber dedicado tantas obras a la ciudad. A mi lado había una mujer copiando en papel "El Mendigo" de Murillo y estábamos rodeados por las miradas de un Goya, un par de obras de Velázquez y muchos más cuadros de diferentes autores.

Estar allí era como estar en casa, en Madrid, en Sevilla, entre pinturas de nobles y pobres españoles y seguramente rodeado de turistas españoles que venían a admirar las obras de su país. Yo tenía los cascos puestos y mientras escuchaba canciones sin parar le daba vueltas a la idea de negarme a ir a Nebraska bajo la atenta mirada del Cristo de El Greco. Y no esperaba que la inspiración divina me poseyera pero sí que el pintor me lanzara una señal desde el pasado para convencerme de algo.

Mi cabeza retumbaba. A lo largo de mi corta vida he cometido muchos errores a la hora de tomar decisiones. Uno de los primeros importantes fue marcharme de mi colegio para estudiar Bachillerato Internacional en un sitio diferente. A mi padre le pareció una idea alucinante porque aquello sonaba muy prestigioso, y yo no opuse resistencia. Después de un año complicado en el que mi rendimiento académico cayó en picado y donde nunca conseguí sentirme en mi lugar, conseguí convencer a mis padres para volver al centro donde siempre había estado. Del nuevo instituto me llevé amigos inolvidables, con los que aún sigo en contacto, y el haber pasado esos meses con una clase maravillosa; pero al volver a mi colegio entendí mucho mejor quién era y de dónde venía y aprendí a valorarlo. El haber estado un año fuera me hizo comprender que tenía que vivir lo poco que me quedaba allí, y ese curso fue el mejor de los 5 que estuve.

Después cometí el error de meterme a estudiar Administración y Dirección de Empresas, porque mi idea de estudiar Arte, Comunicación o Publicidad no convenció demasiado a mis padres. Muchos días de discusiones y quebraderos de cabeza para al final darme por vencido y dejar que decidieran por mí. Me vi matriculado en una carrera llena de números y cuentas, de cosas que me interesaban tanto como la reproducción de las gambas y la que al menos me divertía porque no atendía a nada cuando estábamos en clase. Dos meses duré estudiando tal cosa y tuve que perder un año entero. Un año que realmente me sirvió de mucho, para estudiar Lengua de Signos e interesarme mucho más por las discapacidades. De ahí empecé Magisterio y los dos años que estuve en la Universidad fueros estupendos, sin ningún momento de duda y con una clase magnífica

Si sigo la estela de mi vida siempre he ido dando tumbos, siempre he dejado que me llevaran a un lugar al que no quería ir para después darme cuenta de que tenía que escapar. Después de un viaje al lugar donde no era yo, acababa volviendo a mi sitio para darme cuenta de lo que tengo, para enseñarme que a veces las cosas que te alimentan no están tan lejos. Y si esto es un ciclio, si la vida se trata de equivocarte o de estar en lugares oscuros para aprender donde está la luz, París me está diciendo que huya, que vuelva a casa, que valore lo que tengo y lo aproveche porque soy un afortunado. Porque puedo elegir, puedo decidir cuál es mi camino y quiero hacerlo de una vez. Quiero dar un golpe en la mesa y decir que quiero parar ya porque a veces tenemos derecho a no querer aprovechar las oportunidades. Por otra parte todo el mundo me dice que me tengo que ir, que es una oportunidad única que nunca más voy a poder vivir, que tengo que salir, conocer otras culturas, y que si me quedo en España me lo voy a perder y me voy a arrepentir.

Con todo ese lío, me salí del Louvre por la sala de Flandes, porque ya que estaba quería ver los cuadros de Veermer que me más pequeños de lo que yo me esperaba. Había parado de llover, aunque hacía el mismo frío del enero español en la calle. Finalmente me quité los cascos y me fui dirección al metro, para ir a la compra. Tuve que comprar un cazo nuevo, porque había perdido el otro en la cocina, y unos yogures, embutido y algo de carne para rellenar la nevera.

Me puse en la cola de la caja, y después de pagar, de coger mi tarjeta de crédito y de cargarme las bolsas de la compra se me vino. El Greco me mandó la señal. Me quedé parado en el pasillo del centro comercial, viendo a la gente corriendo hacia todos lados, con prisas. Caras blancas y tristes, cabezas agachadas como si fuera “El Entierro del Conde de Orgaz”. Nadie se ríe, todo el mundo va ofuscado en sí mismo y yo me estaba hablando a mí mismo: “¿Por qué sigues pensando en Nebraska si sabes que no quieres ir?”. Como si la voz del pintor se hubiera apoderado de mi pensamiento me escuché a mi mismo por primera vez en este tiempo. Ví la luz, vi el color al final de ese pasillo lleno de gente.

Mi otro yo llevaba razón. O era valiente y arriesgado o era cobarde e seguro. Pero aquello era algo más que una cuestión de cobardía, era una cuestión de felicidad. Todo el mundo me matará por no disfrutar del frío en Nebraska, de las universidades americanas, del estilo de vida universitario internacional. Pero, ¿qué tiene de malo si a mí lo que me gusta es el olor de Zocodover en invierno? Que el 2011 me pille yendo al Valle de Toledo aunque sea solo, conduciendo como la música a todo trapo, tomando una cerveza en una terraza en marzo, reencontrándome con viejos conocidos, parándome con la gente por la calle. Que este año que empieza pronto me traiga tardes de patinaje con mi hermano y días de escuchar a mi abuela decir palabrotas cuando está gruñona, aprovechar todas las noches que le queden. Quiero subir al desván de su casa y llenarme la nariz de ese olor antiguo a casa. Me quedaré en mi habitación, hablando con mi madre de sus cosas y recibiendo sus miradas cómplices cuando mi padre me regaña aunque ella no diga nada. Quiero disfrutar de mí, de lo cercano, de mi sol y mi cielo y no necesito poner miles de kilómetros de por medio para aprender más o seguir creciendo. Vuelvo a casa.

Tras esa idea volví a la residencia contento por haber tomado esta decisión pero triste a la vez  por los 38 días que me quedan aquí, y es que después de tener tan claro que quiero volver a casa, la espera se va a hacer interminable. Estuve cenando con las turcas del otro día pero esta vez no fue tan entretenido como la última. Me vine a mi habitación, discutí el asunto con todo el que aparecía por las redes sociales pidiendo su consejo y por un instante me lo volví a replantear, pero ya no había ninguna duda. Cada minuto que pasaba tenía más claro que las aulas de Nebraska nunca me verían allí sentado escuchando a sus profesores y que los niños americanos no me verían en su clase mientras yo aprendía a ser maestro.

Aún recuerdo las clases de ética de José Antonio en el colegio. Siempre nos decía que el sentido de la vida es muy sencillo: el hombre está aquí para ser feliz. Ahora mismo yo podría tener el título de Bachillerato Internacional colgado de la pared de mi habitación, estar a punto de licenciarme en Administración y Dirección de empresas y convertirme en banquero o en el gestor de una empresa importante o podría estar a punto de lanzarme a una aventura en Nebraska que me convertiría en un maestro preparadísimo e internacional. Pero en lugar de todo eso hoy he decidido que voy a ser otra cosa mucho más importante: voy a ser feliz.

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