París 7 o de “Cómo descubrir que el tiempo no existe”

paris y nebraska
A veces, París me da la impresión de que aprieta pero no ahoga. Creo que debe ser algo así como el hambre que tengo aquí. Desde que volví he dejado de comer bastante, y hay días que del hastío que me invade no me muevo de la silla ni para cenar. La sensación de hambre al principio es muy fuerte, pero si la aguantas luego desaparece y te deja casi sin energía. Aquí es igual, desde que volví todo era desesperante y con el paso de los días la cabeza se va amoldando a la situación, le va importando menos la ausencia de luz y se consuela con saber que cada día que pasa es uno más en París y uno menos para llegar a casa. Hoy, mientras escribo esto solo quedan 27.

Esta pasividad empezó el martes pasado. Mi móvil, que odia París casi tanto como yo, decidió dejar de funcionar. Primero fue el despertador, que ya no me despierta por las mañanas, y al día siguiente fue el reproductor de música el que se rindió. Y gracias a que el reloj no sonó no pude ir a clase. Una tragedia.

Cuál fue mi sorpresa al despertarme a las 11, que el cielo de París era completamente azul. No era un poco azul como el día que lo vi por la ventana de la clase de arte, sino que no había ni una sola nube. Era genial que después de que mis chicas se fueran, el tiempo acompañara para sobrellevar la tristeza. Y como no tenía nada que hacer y estaba más solo que la una, me fui a los Campos Elíseos de compras. Suena muy glamouroso el plan, pero no lo es tanto cuando tienes que coger tanto metro, y cuando lo único que compras es del H&M porque no tienes dinero para más. En cualquier caso, iba yo tan contento, con mi sol y mi cielo, y sobre todo mis gafas de sol casi por estrenar aquí.

Fui a comprar unos guantes y un gorro. El gorro porque lo había visto a bastantes chicos y como tiene orejeras me pareció calentito y chic a la vez. Los guantes porque después de años y años sin perder nada, no encontraba uno de los míos. Estaba realmente disgustado con haber perdido el guante, porque no me pasa nunca y me da rabia que algo mío se quede deambulando por las calles de París primero y después por sus contenedores de basura.

De todas maneras compré las dos cosas después de probarme cientos de gorros sin que ninguno me convenciera, y por suerte pude encontrar uno un poco más discreto. A mi salida de la tienda yo iba ciertamente contento, y me metí a Yves Rocher para oler mi perfume favorito del que ya os he hablado.

Yo subía la calle con cara de imbécil, sonriendo, desentonando con todo el mundo, con mis gafas de sol, mi americana nueva y las manos llenas de perfume de vainilla. La sensación era muy agradable sobre todo porque también iba escuchando música, que en aquel momento aún funcionaba. Justo cuando llegué al Arco del Triunfo me senté en uno de los bancos que hay colocados por la acera de los Campos Elíseos, dándole la espalda a una señora que también estaba sentada sola en la otra parte del banco doble, y de perfil al sol, mirándole a veces fijamente hasta que me ardieran los ojos. En mis cascos sonaba “Llegaremos a tiempo” de Rosana, y yo estaba obligado a seguir sonriendo y disfrutando del sol.

Pero las 4 de la tarde acechaban, el sol estaba bajando y ya casi intentaba esconderse tras los edificios del horizonte de París. Volví a la residencia, ya cuando se acercaba el ocaso del día y me dediqué a no hacer nada en toda la tarde. Mi estado de ánimo había vuelto a la pereza de nuevo, y no subí ni a cenar sólo por no moverme de la silla. Tres series de televisión después, me vi en la cama leyendo una noche más mi libro sobre la Guerra de la Independencia. Esta lectura me tiene enfrascado, y me da una referencia de en qué punto de mi estancia me encuentro. Cada noche leo un capítulo y para cuando acabe me quedarán 4 días para marcharme a casa, así que esa lectura se convierte en un pequeño rito, que me demuestra que cada día avanzo un poquito más, que el desenlace se acerca y las páginas se acaban.

El miércoles todo volvió a su sitio. Me tuve que ir a clase de arte una vez más y las nubes habían vuelto al sitio de dónde nunca se mueven. En cualquier caso, pude estrenar mi gorro y mis guantes, aunque me llevé la alegría y la pena de encontrar el guante perdido. Uno estaba encima de la mesa, y el otro en un bolsillo de mi abrigo. Más equipaje para la maleta imposible.

En la clase de arte era el turno de que yo hiciera mi exposición sobre Dalí. Solamente ocupaba una cara de una hoja de cuaderno, posiblemente mal redactada y con mucho acento español al pronunciarla, pero pareció que al profesor le gustaron mis ideas sobre qué trabajar con niños en la clase de arte respecto a Dalí y el surrealismo. El hombre empezó a explicar todo lo relativo a tal corriente artística y yo, que no tenía mucha idea sobre los surrealistas me quedé fascinado. Resulta que “surrealismo” no significa aquello que está por debajo de lo real, sino aquello que está por encima. ¿Por qué pinta Dalí relojes deformados? Porque son más reales que los de verdad. Nos pasamos la vida creyendo que el tiempo es algo fijo, invariable y rígido pero es mentira. El tiempo es la cosa más relativa del mundo. Salir un sábado por la noche con tus amigos y estar 8 o 9 horas en una discoteca pasando la mejor noche del mundo, se recuerda al día siguiente como un cúmulo de acontecimientos que ocurrieron en menos de una hora. Sin embargo estar 8 horas en clase sin parar, 8 horas encerrado en la habitación de la residencia o incluso 8 horas con mis compañeras en París pueden llegar a parecer 8 días larguísimos. El tiempo se puede estirar, se puede derretir como los relojes de Dalí. Esto es la Teoría de la Relatividad.

Finalmente, ayer jueves me fui a mi día intensivo de clases. 4 horas de inglés y 2 de francés, sin tiempo para comer porque tengo que cambiar de universidad en mitad de la mañana y eso requiere más de hora y media de transporte. El día fue entretenido en su justa medida. Las clases de inglés resultaron de un interés adecuado y la de francés fue tan aburrida como siempre, pero qué le vamos a hacer, París me lo pone así. Volví a casa tras otra hora de camino y cuando venía en el metro descubrí algo que a la vez me causó gracia y pena al mismo tiempo.

A la espalda de mi silla, venía sentado un niño. Debería tener una edad de unos 8 o 9 años. Llevaba una gorra de béisbol de Nueva York, cargaba con una mochila y llevaba unas diminutas zapatillas negras desabrochadas, con un estilo un poco rapero. El niño llevaba un corte de pelo un poco raro, porque a pesar de llevar gorra se podía ver que tenía el cabello corto pero le sobresalía un mechón más largo que se empeñaba en colocar encima de su oreja. Yo observé toda la gente que estaba alrededor, pero él estaba solo. Por suerte se bajó en la misma parada que yo y pude seguirle hasta la correspondencia con mi otro tren. El niño llevaba un poco de prisa y era horrible verle esquivar a la gente. Un niño intentando no chocarse contra una manada de gente ensimismada, era como ver a un perrillo entre un ejército. Mi vista le siguió mientras mi cuerpo se quedó inmóvil en la estación de La Defénse hasta que ya le perdí y me marché a casa.

Aquello me pareció lo más lejano a estar en la ciudad de la luz y del amor. Esto es una ciudad de contrastes, donde los edificios más lujosos, los mejores diseñadores y los gustos más caros se mezclan entre la inmigración más necesitada, entre ancianos que corren a duras penas para coger el metro, entre enfermos que ocupan las calles mendigando con algún perro callejero y niños que vuelven de clase solos cogiendo el transporte público. París, y todas las ciudades como ella, son enormes laberintos donde las personas no tienen nombre, el individuo no importa porque es devorado por las masas de gente que nunca dejan de crecer. Te roba tu tiempo y tu alma, te convierte en una hormiga insignificante en mitad de un bosque.

 Ese no era el único momento desagradable del día, porque en la residencia me esperaba algo mucho peor. Dejo mi abrigo sobre la cama y la mochila en el suelo y me dispongo a abrir el ordenador como cada día. El icono de internet parece decir que no hay internet y decido comprobarlo. Efectivamente la conexión se ha marchado sin decir adiós. Por la mañana funcionaba sin problema y ahora se niega a hacer nada. Cambio el cable nuevo por el viejo que tenía y nada, tampoco cuando invertí la dirección del cable. Cincuenta pruebas más tarde decido darle tiempo pero no era lo que necesitaba. Me vi entera la película “Postdata: Te quiero”, pero no me emocionó no solo porque ya la hubiera visto, sino porque estaba más centrado en que pasara el tiempo para que internet volviera. Aún así me quedé toda la noche desconectado y lo único que me consoló fue leer un capítulo más de mi libro e irme a la cama.

Hoy me he despertado sin demasiadas esperanzas de que funcionara y así ha sido. Me he tenido que ir a poner una reclamación a la recepción pero no me han dado demasiadas buenas noticias. No tengo internet por lo menos hasta el martes. Ese día vendrá el técnico (mientras yo esté en clase) e intentará arreglarlo, lo que no me garantiza que lo arregle. Ahora sin internet ya no tengo ninguna clase de motivación. No tengo TV, no tengo radio, no hay redes sociales ni Skype. No puedo hablar con mi familia ni con mis amigos, y gracias a que me ha pasado ahora porque si me llega a suceder la primera semana me hubiera desesperado completamente. He de decir que de momento llevo bien la separación de la red, pero no sé qué tal voy a llevar el fin de semana.

No sé qué más me puede pasar hasta que llegue el día de volver a casa. He tenido que llamar a mi padre por el móvil para decir que voy a desaparecer unos días hasta que tenga línea de nuevo y mi padre me ha dicho: Y tú te reías de mí cuando dije que yo a París no vuelvo…

A pesar de estar en las antípodas en casi todo, parece que esta ciudad no nos ha tratado muy bien.

Tengo unas ganas surrealistas de acabar este blog, de olvidarme de las noches a las 4 de la tarde y de respirar aire que no sepa a residencia o a humo. Mientras tanto seguiré esperando a que vuelva internet, aunque ya se sabe que el tiempo es relativo. Cuaderno de notas.

Cuaderno de notas. Nanterre IX o de “Cómo descubrir que un instante es la eternidad”

Tras mis últimas reflexiones sobre hablar con Nico decidí llevarlo a la práctica después de que mis amigas se marcharan a España y yo volviera a clase. En esos días en los que he estado haciendo turismo con ellas apenas habíamos hablado por Facebook y aunque ya solo me quedan 4 semanas que podría soportar sin hablar con él y olvidándolo todo, decidí ser valiente por una vez y enfrentarme al problema. Porque en realidad me gustaría poder hablar con él abiertamente y compartir todas las inquietudes que me causa el ser gay, y creo que puedo confiar en él lo suficiente como para saber que guardará mi secreto.

Sabía que el jueves por la mañana tendría que verle en clase de inglés y como tendría que pasar allí 4 horas tendría tiempo para que habláramos y pudiéramos escaparnos un poco para que yo me quedara tranquilo. Pero las cosas no son siempre como uno las planea y cuando llegamos a clase no encontré un buen momento para que nos alejáramos porque teníamos el horario muy ajustado. Así que antes de marcharme de la universidad le dije a Inga que me esperara un minuto y me acerqué corriendo a Nico. Le dije, con nuestra tensión habitual de los últimos días entre nosotros, que me apetecía hablar con él y poder sincerarme y quedarme tranquilo, así que me dijo que podíamos quedar en París por la tarde y hablar tomando algo en algún sitio. Me pareció perfecto ya que no son muchos los planes de ese tipo que hago por aquí así que estaría bien salir los dos solos y poder quizá comenzar una amistad sincera y duradera.

Después de toda la tarde en clase de francés no paraba de pensar en qué haríamos y a dónde iríamos, esperando con impaciencia el volver a la residencia para leer su mensaje en Facebook y marcharme corriendo a donde me hubiera dicho él. Los minutos pasaban en la dichosa clase en Genevilliers hasta que por fin pude llegar a Nanterre con las prisas del niño que se va a la feria. Pero no todo iba a ser tan fácil porque el encontrarme el ordenador sin internet parecía que no me iba a facilitar las cosas y no sabía qué hacer. Si no me conectaba no podría quedar con Nico y encima pensaría que le habría dado plantón, lo cual no ayudaría mucho a nuestra situación así que decidí ir a la habitación de Loren, mi vecina de enfrente, y pedirle que me dejara entrar en Facebook un momento. Ahí estaba el mensaje de Nico pidiéndome quedar en Chatelet en media hora, lo cual era ya imposible así que le contesté corriendo para ver si podíamos cambiar el plan. Afortunadamente no había salido aún de su casa y me dijo que no me preocupara y que podíamos ir a un sitio que me pillara más cerca para que no se nos hiciera muy tarde. Entre que yo no conocía nada y que nos iban a dar las 8 de la tarde, Nico propuso venir en coche a la residencia y traer algo de picoteo y cervezas para no tener que preocuparnos por la hora del transporte público.

Acepté y planeé subir a la cocina, un lugar neutro en el que no hubiera peligro alguno de que pasara algo, a pesar de que yo tenía muy claro que sólo quería sincerarme para cerrar puertas y no para abrirlas. Aproximadamente una hora después Nico llegó a Nanterre y entró en la residencia. Traía bolsas de papel de McDonalds para cenar y le pedí que me siguiera hasta la cocina de la segunda planta. Al llegar allí vimos que la mesa estaba llena de gente, Rami entre ellos, y aunque nos dijeron que podíamos quedarnos les dijimos que no. Fuimos a la cocina de la cuarta planta y allí estaban dos chicas negras cenando juntas frente a frente, comiendo algo como cuscús con un fuerte olor a especias, y aunque había sitio para sentarnos en la única mesa que hay, era un poco incómodo tener una conversación profunda sobre sentimientos con dos desconocidas sentadas con nosotros. Así que no me quedó más remedio que resignarme y meter a Nico en mi habitación.
No era la primera vez que entraba, ya lo había hecho la noche en la que me besó en Opera y el primer día que vino a la residencia aunque fueron 5 minutos, pero sí era la primera vez que entraba para quedarse tanto tiempo a solas conmigo. Como sólo tengo una silla decidimos hacer un picnic improvisado y tirarnos al suelo a comer a pesar de que no estaba muy limpio.

Los primeros instantes los dedicamos a ponernos al día de nuestras vidas después de tantos días sin hablarnos. Me encantaba volver a escuchar su torpe acento francés cuando hablaba inglés y ver de nuevo la sonrisa sincera en su cara cuando nos contábamos cosas. Le hablé de los días que había pasado con mis amigas en la ciudad y cómo mi teléfono estaba dando señales de muerte poco a poco. Y después de comer y hablar tonterías quise retomar la seriedad para abrirme con él. Allí sentados en el suelo le conté toda mi vida. Desde que era un niño que siempre jugaba a la comba hasta la última vez que me insultaron pasando por las primeras veces que escuchaba la palabra maricón para referirse a mí. Le hablé de miedos y sentimientos, de familia y de dolor. Y él escuchaba atentamente.

Nico me contó cómo fue hablarlo con sus padres hace un par de años y lo fácil que fue para él me producía una mezcla de envidia y terror. Aunque les costara un poco adaptarse a ello siempre le apoyaron y eso había hecho que él lo viviera con mucha tranquilidad y normalidad. Pero entendía mi miedo porque él también había pasado por cosas así mil veces, igual que yo e igual que todos los gays. Un castigo que nos había tocado por una mancha de nacimiento que no habíamos pedido y que no sabíamos por qué a nosotros. Pero sin duda eso nos había hecho fuertes y nos había preparado para el dolor en otras facetas de la vida. Nada justificaba que los cuatro matones graciosos de la clase se lo quisieran pasar bien a nuestra costa, pero lo cierto es que eso había hecho a las personas que allí estábamos.

Y ahí vi la paz en sus ojos y me dijo que no pasa nada y que me entiende perfectamente, y que si he elegido vivir así estoy en mi derecho hasta que encuentre el momento de cambiar de vida. Me lanzó una sonrisa de verdad, de complicidad y de armonía que me golpeó en el pecho y me hizo quererle más de lo que lo había hecho hasta ahora. Yo me quedé como cuando acababas de confesarte en la iglesia antes de hacer la primera comunión, con un montón de basura sacada de mi mente y sabiendo que por primera vez en mi vida no estaba solo. Nico siempre me escucharía.

Tras la conversación no teníamos mucho más que hacer allí, pero la residencia no tenía mucha actividad fuera y el frio era insoportable así que le dije que si le apetecía podíamos ver una película o algo así. Seguía sin tener conexión así que la única que tenía descargada para ver sin internet era “Posdata: Te Quiero”, colocamos el ordenador encima del armario que hay frente a mi cama y nos sentamos a litera a verlo. Allí estaba Nico en mi cama, el lugar donde me gustaría tenerle a todas horas, pero esta vez en calma y sabiéndose fuera de mi vida. Vimos toda la película hablando poco y bebiendo cerveza y yo no paraba de desear que acabara para ver si internet había vuelto aunque no fue el caso.

Acabamos de ver la película y bajamos de la cama, y Nico dijo que se marchaba. había bebido cerveza todo el rato y le pedí que se quedara un rato más por si le paraba la policía o tenía un accidente pero insistió en que estaba bien y no pasaba nada. Al bajar la escalera de la litera se percató del vaso en el que tengo guardados todos los azucarillos que voy robando y metió la mano para coger uno de ellos con tan mala suerte que agarró aquel que me había regalado en la universidad y en el que yo escribí “Pour moi”. Él se dio cuenta y me lanzó una mirada de simpatía, de halago por lo que yo había hecho. Yo le devolví la sonrisa y se me acercó para despedirse. Me agarró las manos con las suyas y me dijo: Quoi qu'il arrive, je suis pour toi (Pase lo que pase yo soy para tí).

Sus ojos se clavaban en los míos y su sonrisa de despedida me recorría todo el cuerpo. Sentí el tacto de sus dedos sobre los míos con toda su delicadeza y firmeza y entonces yo apoyé mi cabeza sobre su pecho a modo de refugio, de decir no me dejes nunca y no te vayas de mi lado. Protégeme del mundo exterior, de todo lo que ha herido en tantos años. Hagámoslo juntos. Escuchaba los latidos de su corazón y sentía el calor de su cuerpo, sus muslos contra mis muslos, la dureza de su pantalón vaquero, sus manos en mi espalda, mi búnker.

Y entonces le besé. Me dio igual todo, desarmé mis argumentos, eliminé todo lo que había dicho hasta ahora, mis noes y mis principios, mi resolución se fue a la mierda. Le besé en la intimidad de mi habitación, con la única presencia de todos mis seres queridos en fotos colgadas en la pared y la atenta mirada de los árboles al otro lado de la ventana. Fue un beso con desesperación, con ganas de ser dado, con lengua y con saliva. Le agarré fuerte de la cara y de la espalda y allí nos besamos sin que corriera el tiempo. Sin soltarle le empujé dos pasos hasta que su espalda quedó apoyada en la pared. Paramos el beso y separamos nuestras para mirarnos a los ojos, su boca seguía entreabierta dejando que sus gruesos labios me pidieran más. Me miraba a los ojos y después a la boca mientras respirábamos muy fuerte y entonces seguíamos besándonos. Dejamos de pensar y solo sentíamos, mi piel enviaba miles de señales a mi cabeza de cada uno de sus dedos recorriendo mi espalda mientras yo seguía disfrutando de su olor y de su boca.

Me empezó a desabrochar la camisa sin pedirme permiso aunque yo no le paré en ningún momento. Recorrió la hilera de botones uno por uno hasta dejar que la prenda cayera por mis hombros y mis brazos. Se quitó su camiseta y seguimos besándonos esta vez piel contra piel, sintiendo la suavidad de nuestros cuerpos en el silencio de mi habitación. Comenzó a besar entonces mi cuello, pasaba la lengua por detrás de mi oreja mientras yo acariciaba su tersa espalda.

Después se marcharon los pantalones y estando aún en ropa interior, habiéndonos rozado todo y sabiendo lo que estaba a punto de pasar, le invité a subir los peldaños de la escalera de mi litera con la mirada más lasciva y romántica que pude darle. Y allí entre las sábanas perdimos los calzoncillos y las formas y descubrimos todos los rincones de nuestra piel con nuestras manos, nuestros ojos y nuestra boca. Los relojes se disparaban mientras no los mirábamos y el tiempo se detuvo. Nos tocamos, nos lamimos, nos miramos, hicimos todo lo que nunca me había permitido hacer incluso lo más prohibido. Acabamos estallando largo rato después, llenos de sudor y sonriendo mientras nos mirábamos sin parar después de habernos convertido en uno solo. Y allí nos pilló la noche, sucios, desnudos y abrazados, y tras darnos una ducha juntos donde volvimos a perder la cabeza nos quedamos de nuevo en la litera abrazados, con las piernas entremezcladas, viéndonos la cara y quedándonos dormidos.

Y así fue como al día siguiente no fuimos a clase, Nico tuvo que excusarse por teléfono con sus padres por no haber vuelto a casa y desayunamos al mediodía. Estaba viviendo una realidad paralela en la que por primera vez en mucho tiempo estaba siendo feliz pero tenía miedo de que eso saliera de la puerta de mi habitación y que el sueño se pudiera convertir en pesadilla. Pero en ese momento no quería pensar en ello, sólo quería seguir viendo la cara de recién levantado del francés más guapo del mundo, mientras el tiempo corría como un loco, con toda su relatividad.

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