París 9 o de “Cómo formar una banda criminal”

paris y nebraska


Los días libres en Nanterre son todo un reto porque al fin y al cabo necesitas un escape físico o mental para no morirte del asco entre las cuatro paredes de la habitación.

El domingo fue un día para no hacer absolutamente nada, pero que aún así me gustó. Seguía con mi gusto a telefonear a todo el mundo y el après-midi me dio una oportunidad de transportarme a España. Mi prima Chus me dijo mediante mensaje privado que tenía que llamar a su casa urgentemente porque me había preparado una sorpresa. Realmente me faltó tiempo para ponerme los auriculares de teleoperador y marcar a tropezones el número del teléfono fijo. Cuando Chus descuelga me dice que espere para escuchar la sorpresa, y de fondo oigo un "Hola" más que familiar. Mi prima Marian estaba allí, después de no haber podido hablar con ella ni una sola vez por el ordenador. Como ella no tiene fijo en casa nos es imposible comunicarnos, pero dio la casualidad de que ese día mis primos la invitaron a comer y estaban preparadas para tomar un café. Tras unas primeras preguntas de rigor, pusieron el aparato en modo de "manos libres" para poder hablar en coloquio.

Entonces Marian empezó a hablar de sus problemas con el trabajo, de sus planes de futuro, de la familia y de sus expectativas sentimentales. La conversación me tuvo al teléfono por más de una hora en la que realmente mi cabeza no estaba en París. Para mí era como estar sentado en el amplio salón de la casa de mis primos, en uno de sus cómodos sofás tomando un café descafeinado y escuchando a mi prima quejarse.

La hora fue fugaz y me gustó tanto la idea que propuse repetirla cualquier otro día. Marian se marchó a casa de Elia, donde llamé a los pocos minutos para seguir hablando pero fui interrumpido y tuve que colgar. Elia tenía otra llamada así que para entretenerme llamé a la Pazos. Ella estaba resacosa después de una noche movida, sin ganas ni de hacer la maleta para marcharse a Almagro, y tan desganada estaba para todo que me tuvo otra hora colgado del teléfono. Las horas del día pasaron realmente rápido y la noche, que es rápida en llegar, tampoco fue demasiado larga y me perdonó para irme a dormir. Aún así, temía en mis adentros que llegara el día siguiente, porque tampoco tenía que ir a clase y pintaba ser más de lo mismo. Un lunes que no es odiado por madrugar, sino por todo lo contrario.

Pero el día amanece aunque sea en escala de grises, y me desperté a la 1 y no tardé demasiado en subir a hacerme la comida. Mientras se cocían los espaguetis me entretuve tomando fotos de la campana de la cocina, totalmente renegrida por algún fuego espontáneo en una sartén, obcecado en seguir negro durante mucho tiempo, y con marcas de gotas de aceite de años ha.

También un cerco alrededor de una placa de la vitrocerámica, blanquecino, que nadie sería capaz de adivinar de dónde provenía, cuánto tiempo lleva ahí y sobre todo, cómo se puede quitar. Abandoné la cocina sin entretenerme demasiado en fregar la cacerola para no estar más tiempo en aquella cocina surgida de entre la mierda.

Al acabar de comer, Lorena apareció en mi puerta para proponer su plan. Quería ir al cementerio de Pere-Lachaise, un camposanto donde están enterradas figuras como Edith Piaf (la intérprete de "La vie en rose") y otros famosos que desconozco. Ella está entusiasmada con ir a aquel sitio a pesar de que ni siquiera conoce a dicha cantante, y mucho menos a todos los demás que descansan ahí, pero para ella es una de esas obligaciones que todo el mundo se impone, no sea que luego te pregunten que si has ido y no sepas de qué están hablando.

Pero yo no estaba muy por la labor de visitar a ningún muerto, y menos si eran franceses, que tan pesados me van resultando. Así que le propuse ir al mercado de navidad sito en Campos Elíseos. Está al final de la avenida, al lado de la estación Franklin Roosevelt y llega hasta la Plaza de la Concordia donde ya han instalado una noria tan bonita con gigantesca. Empezamos a mirar los puestecillos de una de las aceras. Sólo vendían dulces de navidad, crêpes, gorros y vino caliente en la mayor parte de los puestos, y aún así había unos 200 que se estaban haciendo la competencia. La gente se agolpaba en muchos de ellos, y los comerciantes se esforzaban por ofrecer muestras de queso o de chorizo.

 En uno de los puestos, que vendían dulces de navidad, la gente se acumulaba para comprar unos pocos. Son esa especie de dátiles amarillos blandos, pasas, otros que parecen higos envueltos en harina y demás dulces que siempre meten en la cesta de navidad y que acaban en la basura de enero con todo lo que ha sobrado de las cenas. De repente, y casi sin darme cuenta, Lorena había desaparecido pero mis ojos no tardaron en encontrarla en una de las esquinas del puesto. Probablemente yo ya sabía antes que ella lo que iba a hacer y que en efecto, hizo segundos después. Su mano se metió con rapidez en una de las cajas expuestas, con esos frutos amarillos. Lo hizo con el nerviosismo de una adolescente que roba por primera vez, con una sonrisa de picardía en la cara como queriendo disimular, e inmediatamente se separó y se acercó a mí, que ya estaba un poco más avanzado. Sin saber ni siquiera si había conseguido robar algo, se lo pregunté dándolo por hecho, y a los pocos metros sacó el dulce de su bolsillo y lo empezó a comer. Nunca lo había probado, y de hecho no le agradó, pero lo hizo por el placer de llamar la atención; no sé si la mía, la del comerciante o la de la gente que estaba alrededor.

Ella no paraba de reír por lo que acababa de hacer. Acomodado en la idea de disfrutar lo poco que me queda y de relajarme cuando Lorena me ponga nervioso, decidí dar un margen a mi paciencia. Tal fue así que en otro puesto más hacia delante, encontramos una cesta de mimbre llena de algo parecido a palmeras. Las había con un poco de chocolate o solas, pero si querías robarlas tenias que pillar al vendedor bastante distraído. Un poco más abajo había otro cestillo con tartaletas de chocolate, que a simple vista se veían muy apetecibles. Entonces ella se hacía con el botín. Me pareció incluso divertido e infantil verme en aquella situación y en cierto estado de nerviosismo por algo que yo no estaba haciendo. Lorena aspiraba más alto y quería alcanzar una palmera pero finalmente se tuvo que conformar con el chocolate. Cuando avanzamos unos pasos compartió conmigo un poco, y aunque no estaba demasiado rico porque iba relleno con mousse de plátano, comimos con fiereza hasta el último trozo de bollo que quedó.

Lorena, al ver que yo no la reprimía, se vio en una ocasión sin igual para disfrutar de ese gran hobbie suyo y siguió tomando cosas prestadas de otros puestos. De tal manera que cuando acabamos el mercadillo, ella llevaba en su bolso unos calcetines de lana con vaquitas del número 34 (dos tallas menos que su pie), una boina negra a lo París y una pequeña navaja de las de los chinos, pero que costaba bastante cara porque llevaba serigrafiada una pequeña Torre Eiffel amarilla. Además pagó una especie de donut sin agujero y relleno de chocolate porque su intento de robarlo se vio frustrado por un matrimonio de españoles que llegó a curiosear. De todas maneras ella iba muy satisfecha con todo lo tomado y ya nos dirigíamos a comprar al Auchan cuando de pronto vimos unas cámaras de televisión.

Cuando veo una cámara no me puedo controlar, y fuimos a ver que estaba ocurriendo, ya que un corrillo de gente rodeaba a los técnicos de televisión. Lorena preguntó y lo que en realidad estaba ocurriendo allí es que en unos minutos inaugurarían la iluminación navideña de los Campos Elíseos. Con diez minutos de retraso, las luces de los árboles se iluminaron en
naranja, formando un pasillo de luz entre ellos. Además un foco amarillo iluminaba cada copa haciendo una mezcla que quedaba muy acorde. Aquella iluminación, aunque es reconocible que es bonita, me pareció un poco chapucera. Simples bombillas colocadas sin esmero que recorren una calle kilométrica, aunque con el Arco del Triunfo en una punta y una noria gigante en otra. Y después del momento navideño volvimos a meternos en el metro en dirección al super con mi querida amiga que una vez más decidió no pagar.

Una vez en el supermercado, la masa de gente se amontonaba como siempre, el rebaño iba de un lado para otro con sus carros y sus vidas independientes sin parar un segundo. Y en estas situaciones desaparece la cordura y las cestas con ruedas y asa. Mi intención era buscar una abandonada por cualquier caja, pero como aquel día parecía ser el de la choriza profesional, Lorena le robó la cesta a una señora distraída y yo mismo la ayudé a deshacernos de todos los productos que había dentro y que esa pobre mujer tendría que volver a buscar.

Con la compra en las bolsas, a excepción de una mandarina que iba en el bolso de Lorena (que lógicamente no había pagado), nos volvimos a Nanterre para descansar después de una tarde tan criminal. Con planes para subir a la cocina para cenar, Tuenti, Facebook y Skype hicieron que se me quitaran las ganas y que me quedara cenando un superbocata en la habitación mientras oía la voz de mi amiga Cristina por mis auriculares en una de nuestras tantas conversaciones.

Y así acaban unos días de tranquilidad en los que al menos he estado entretenido, y que aunque tenga ganas de irme ya, me dejarán un recuerdo divertido para el futuro. Mañana toca volver a la universidad y empezar a afrontar el fin de este viaje. Cuaderno de notas.

Nanterre XI o de “Cómo destruirme con una mirada”

Los días pasaban con una ligereza que no era habitual en París. De repente había pasado de los días eternos y las clases aburridas a encontrar pasatiempos y cosas que hacer fácilmente que hacían que mis días en España estuvieran de nuevo muy cerca. La proximidad de la navidad hacía que París se convirtiera en una ciudad nueva y que tocara explorarla de nuevo, cada punto de ella, para verla con unos ojos diferentes, con una belleza distinta y con la ilusión renovada. El poder ir de mercadillos con Lorena aunque robara más que el Lute ya era una alternativa a las tardes de residencia. Pero París seguía frío e invernal, inmerso en noches eternas y vaho al respirar. La bufanda ya me acompañaba a donde quiera que fuere.

Pero sin duda alguna el motivo de mayor alegría y entretenimiento era Nico, mi pequeño Nicolás particular. Desde que había decidido deshacerme en parte de las cadenas, ir a la universidad ya no era un suplicio y las tardes eran más cortas si él venía a verme. Descubrimos el sexo como el niño que se compra un nuevo videojuego y se puede pasar horas con él, pantalla tras pantalla, incluso repitiendo algunas de ellas solo por el placer de jugar. La cama de la residencia se había convertido en mi nuevo lugar favorito, con la complicidad de que las paredes me guardaran el secreto, y lo hacían bastante bien. Mientras estábamos allí yo era otra persona, era libre. Veíamos la tele en español y le enseñaba algunas palabras, comíamos pan duro con Nutella mientras hablábamos de mil cosas o nos dábamos una ducha juntos después de hacer el amor. Y éramos como una pareja normal y corriente, como lo eran mis amigas con sus novios o las parejas que ves por la calle por todas partes. Aunque eso solo ocurría de puertas para adentro porque una vez en el pasillo, Nico y yo éramos solamente compañeros de clase que hacían cosas juntos, y que cuanto menos gente nos viera, mejor.

Si estábamos con gente de la residencia o con mis compañeras de erasmus, Nico hablaba con todo el mundo y apenas estaba conmigo un rato, en un intento de disimular que se conocía mi cuerpo mejor que el mapa del metro de París. Nadie decía nada y a todo el mundo le parecía normal que él quisiera pasar tanto tiempo con nosotros sin percatarse de nuestro secreto. A mi con eso me bastaba para ser feliz, sin querer pensar mucho en el 16 de diciembre cuando le tuviera que decir adiós definitivamente.

Yo vivía tranquilo, había aprendido a relajarme así que Nico venía cada vez con más frecuencia a la residencia aunque eso solo lo sabía yo. Sin embargo hoy se iba a acabar esa calma, como dirían en mi pueblo, de tanto ir el cántaro a la fuente. Y es que después de mi paseo por París acompañado de Lorena robando tartas de chocolate y plátano, Nico vino a pasar un rato a mi habitación a pesar de que mañana tenemos clase y debería haber estado en casa pronto. Pero el deseo de aprovechar estas semanas todo lo que podamos y las ganas constantes de desnudarnos el uno al otro nos pueden más de la cuenta.

Como cada día, los minutos con él han sido mágicos y divertidos, son ese respiro que me da París entre tanta oscuridad y tanta prisa. Como he dicho, no podía quedarse a dormir así que lo más pronto que hemos podido se ha marchado. Ha salido por la puerta y mientras yo asomaba la cabeza por la puerta mirando a ambos lados primero para que nadie fuera testigo de aquello, él me daba el último beso de la tarde. En ese momento en el que sus labios y los míos se intercambiaban el calor, la puerta del fondo del pasillo se abrió y apareció Inga que nos descubrió con su mirada. Me separé lo más rápido que pude, mucho más nervioso que la primera vez que cogí un avión para venir a París o más que en mi primer día de universidad y le dije adiós a Nico que se marchó sin decir mucho más. Saludé a Inga como si no hubiera pasado nada pero había pasado y ella lo había visto. En ese mismo instante me arrepentí de todas las tardes con Nico, de todos los momento debajo de las sábanas, de haberle besado en la parada del bus y en mi habitación días después. Le volví a odiar por complicarme la vida porque yo ya me imaginaba a Inga contando lo que había visto a todas las erasmus, y ellas se lo contarían a toda la residencia y a toda la universidad. Y entonces Lorena seguro que escribiría algo en Facebook que haría que se enterara todo el mundo y alguien en España lo leería rápidamente sabiendo que tenían razón, que yo era gay como ya habían intentado destapar mil veces.

Seguí paralizado en la puerta mientras Inga se acercaba y cuando llegó cerca de mi habitación vino a pedirme una sudadera amarilla que necesitaba para hacer un ejercicio de clase de arte que nos habían mandado y que yo le había prometido prestarle. Se la di aún con temblores en el cuerpo y esperando en el fondo de mi mente que no hubiera visto nada. Ella no hizo una sola mención al tema y se marchó dándome las gracias y sonriéndome como de costumbre.

Volví a quedarme solo en mi habitación pero esta vez con la cama deshecha, el olor de Nico en mi cuello y destrozado por la mirada de Inga. Todo ha saltado por los aires y no parece que pueda hacer mucho para solucionarlo, pero pase lo que pase nadie puede volver a vernos.

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