El reencuentro: Au revoir Paris.

paris y nebraska


2019

Suena el despertador y me levanto bastante tranquilo de momento. He dormido unas 4 horas más bien por el hábito de acostarme tarde que por los nervios de coger un avión de nuevo. Fulmino mi maleta, me tomo medio vaso de zumo de naranja y me arreglo el pelo intentando que quede lo más perfecto posible para no tener que despeinarme en todo el fin de semana. Un par de llamadas de teléfono para salir pitando; y sin darme cuenta estoy en la M-40 camino a Barajas, metido en un atasco impresionante con la incertidumbre de saber si llegaré a tiempo a coger el vuelo. Vuelvo a tener los nervios en mi cuerpo. Esa ansiedad que ya experimento con menos frecuencia se vuelve a apoderar de mí, pero lo acepto con normalidad. Estoy a punto de pisar de nuevo la ciudad donde cambié, donde me enamoré y donde conocí lo más oscuro de mí.

Llegamos a Madrid-Barajas una hora antes de la salida. Llevo prisa, odio los aeropuertos. Pasamos el control de seguridad, buscamos la puerta de embarque y cuando la encontramos nos sobran 40 minutos que tenemos que pasar sentados encima de nuestras maletas. Llevo el billete en la mano y de momento voy bien porque mi cerebro no es capaz de asimilar que en unas horas va a estar en París. Poco a poco vamos entrando en el avión, con los típicos empujones y prisas para sentarse. El día acompaña, la temperatura es buena y el sol luce espléndido en el cielo madrileño. Parece que estamos en 2010 y que me voy de Erasmus pero en realidad han pasado 9 años y sigo sintiendo los nervios de la primera vez.

Por desgracia, Nico nunca leyó mi mensaje así que en estos momentos sé que muy probablemente no me encontraré con él a menos que haya sorpresa de última hora. Eso también me tenía nervioso, porque aunque me apetece mucho volver a recorrer las calles de la que considero mi ciudad, la idea de verle a él llenaba de sentido este viaje. Mi París no había sido nada sin mi Nico, así que ahora sin él probablemente las calles no sabrían igual. Mi plan B es escribir a Nadege, una compañera que estaba en nuestra clase y que hizo conmigo las prácticas en el colegio de Poissy. Nadege tenía bastante amistad con Nico aunque tampoco andaba mucho por las redes sociales así que tenía pocas esperanzas y ningún otro contacto común al que pudiera recurrir. En cuanto tuviera wifi podría escribirla por Facebook y ver si ella podía ayudarme.

El avión se mueve, mi madre se pide ventana y Chus va en el pasillo. Los azafatos empiezan a hacer el baile de posturas para explicar todo lo que hay que hacer si el avión se queda sin presión, si tenemos un accidente o si hay que aterrizar en el agua. Yo ya me veo con el salvavidas puesto, subido a un tablón de madera muerto de frio y tocando el silbato para que los equipos de rescate del Titanic vengan a salvarme y no habiendo sido capaz de ver a Nico. Despegamos. Los oídos molestan, pero eso no es nada para lo que molestan las azafatas. No paran de hacer publicidad durante el vuelo para ganarse el jornal, ya que los vuelos de Ryanair no deben dar para mucho. Una azafata polaca dice que vende la revista "Sálvame" para "saber quien casa quien divorcia en España" y nos intenta vender cosméticos de L'Oreal Men Expert para "hombres que gusta cuidarse mucho". El viaje es largo, por la ventana solo se ve el Cantábrico y no veo el momento de bajarme y de llegar (no sé si a París o a casa de nuevo).

El aeropuerto de Beauvais es nuevo para mí. Una nave cutre en mitad de la nada francesa con una pista de aterrizaje. Lo cierto es que aunque no parecía un aeropuerto eso lo hizo bastante cómo y rápido. Los autobuses esperan en la puerta para hacer su negocio particular de 15 euros por persona. Hora y cuarto más tarde estoy bajándome en Porte Maillot con mi madre y mi prima, en el mismo lugar en el que nueve años atrás me despedía de mis compañeras de universidad y de mi amiga Mª Carmen entre lágrimas de angustia y de tristeza. Allí estaba de nuevo pero no lo sabía. Miraba al frente y veía calles, edificios, carteles y el cielo azul. Aquello no podía ser París, debía ser Madrid o Alicante pero no París. No olía a crepe ni había acordeones. Seguí con mi maleta recordando perfectamente dónde estaba la parada de metro e incluso dónde estaba la taquilla, las entradas y las máquinas. Cada escalera del recorrido del metro seguía en mi cabeza aunque yo no lo sabía, cada línea había torturado mi cabeza durante un año sin darme cuenta.

Y así, sin querer me encontré en el andén de la línea 1 de metro de París con dirección a Champs Elyseés-Clemenceau. No iba a ser tan fácil. Me senté en una de las banquetas redondas que hay para esperar. De repente, el olor del metro colapsó mi olfato, el sonido del chirriar de los vagones por los túneles llenaba mis oídos y los carteles gigantescos redactados en francés me querían hacer daño a la vista. Se me erizó la piel. Allí estaba yo asfixiado en el metro queriendo volver a casa tan solo 10 minutos después de haber llegado. Tenía el pánico dentro, como si me fueran a encerrar de nuevo en aquella habitación de Nanterre que ahora solo era un recuerdo. Montamos dentro, habían cambiado los asientos y ya no eran naranjas desgastados, ahora son grises y morados. Pero el olor seguía siendo el mismo, la gente también. La mitad africanos, la otra mitad europeos; todo el mundo vistiendo a la última pero eso sí, con al menos una prenda de color negro en honor a la tristeza que yo había sentido hace casi una década.

Después de un par de intercambios entre lineas salimos a la calle. París seguía allí, en las aceras, en los pasos de peatones, en el sofá que el vagabundo había colocado frente a un escaparate. De repente algo me hizo sentir en casa, el olor a pintura y a grasa de un taller mecánico, que me trasladó a unos días de infancia metido entre soldados y brigadas en los talleres del ejército con mi padre. Al lado estaba el hotel que estaba bastante decente para todo lo que nos rodeaba en un barrio de mala muerte. Dejamos allí nuestro equipaje y por fin pude conectarme para dejar un mensaje a Nadege, pero probablemente no podría leer su respuesta hasta volver a la habitación, en caso de que me contestara. Compramos rápido una baguette y un paquete de salchichón y nos vimos en la calle partiendo el pan con una tarjeta de crédito.

Volvimos al metro tras haber dejado las maletas, y estación tras estación tenía la sensación de no haberme marchado nunca de allí, de seguir anclado en aquel invierno nevado de 2010 encerrado en una residencia perdida al lado de una carretera nacional intentando ser rescatado de alguna manera. Las prisas, la gente, la pronunciación espléndida de la vocecita que anuncia las paradas del metro, nombrando con ridículo acento francés la estación de Franklin Roosvelt. No sabía en qué tiempo estaba, ni día ni mes ni año. Sólo tenía ganas de que me convalidaran los créditos, que se acabara el Erasmus y poder marcharme a casa a cenar con mi familia por Navidad.

Pero París tiene otras cosas maravillosas, que como ya me hizo hace años, hace que te olvides de las miserias de ese día a día y vivas en un sueño. Porque rápido apareció por allí la Torre, el Arco, el Molino y todo aquello que hacía que de vez en cuando estuvieras a gusto. Monumentos y monumentos sin parar, kilómetros caminados por última vez aunque ya fueron caminados muchas más anteriormente. El placer de sentirme comprendido, de que mis acompañantes vieran la incomodidad de la vida allí, lo caro que es todo, el frío que hace en un buen día, el tiempo que pierdes para cualquier cosa, las prisas, el estrés y la belleza mórbida en cada rincón. El lujo al lado de la miseria y la sorpresa donde menos te lo esperas. El encanto de cada fachada por la calle, lo abarrotado de cada plaza y acera. Las tipografías del siglo XX en cada toldo y el olor pestilente de las rejillas del metro. No sabía si odiaba aquello o si me encantaba, si estaba en terreno hostil o si estaba en mi otra casa. Allí pasaba un poco de todo.

Volvimos al hotel tras recorrer la ciudad y comprobé que Nadege no había visto mi mensaje, así que teniendo en cuenta que solo me quedaban dos días más me podía hacer a la idea de que me quedaría sin ver a mi primer amor una vez más. Me fui a la cama triste y desesperanzado por no haber cumplido la parte de mi viaje para que la que no sabía si estaba del todo preparado.

A la mañana siguiente nos despertamos pronto para aprovechar el día y al coger el teléfono vi que tenía un mensaje en facebook. Era Nadege. Mi alegría por ver la notificación despareció pronto. Nadege me dijo que se alegraba mucho por saber de mi y que esperaba que todo me fuera bien y que disfrutara del fin de semana en París. Después me contó que tras la universidad había mantenido muy de cerca su amistad con Nico. Me explicó que un tiempo después de que acaba mi erasmus, Nico le contó lo nuestro y le decía que aunque había sido muy poco tiempo había sentido por mí cosas que nunca había sentido por nadie más. Eso me encantó. También me contó que a finales de 2013 empezó a salir con un chico pero que en menos de un año lo dejaron porque para el otro chico simplemente era un entretenimiento. Era el chico del que me habló y por el que yo dejé de escribirle. Lo pasó mal y siguió acordándose de mí, tanto que cada vez que quedaban para tomar un café, él siempre robaba algún azucarillo y se lo llevaba a casa. Eso me encantó. Estaba trabajando en un colegio como profesor de inglés cerca de casa, mientras seguía viviendo con sus padre y a finales de 2014 mientras volvía a casa del colegio con el coche de sus padres, un coche se lo llevó por delante en un cruce a cinco minutos de su casa. Pasó tres días en coma en un hospital hasta que finalmente murió el 25 de octubre de ese año. Ese mismo día pero 4 años antes Nico me había besado por primera vez después de que un coche me llevara por delante en un paso de cebra de Ópera. Dejó a sus padres destrozados y el recuerdo en sus alumnos de un joven profesor que amaba lo que hacía. Nico se había marchado para siempre y yo no me había enterado.

Estaba en shock. No sabía cómo actuar, ni qué hacer, ni qué decir. De repente me sentí huérfano de todo, sentí rabia e impotencia. Hubiera querido matar en ese momento al conductor que le quitó la vida, hubiera querido bombardear París por haberme robado las esperanzas y hubiera querido pegarme a mí mismo un puñetazo por no haber dado un paso al frente cuando debí hacerlo, haberme jugado el tipo y coger un avión a París y decirle a Nico que le quería y que quería estar siempre con él. Eso era lo que en realidad quería haberle dicho este fin de semana, pero debería haberlo hecho años antes, en 2011, y entonces habría cambiado su destino y todavía estaría aquí conmigo. Me destrozó.

Nadege me dijo que su tumba se encontraba en el cementerio de Boulogne, el barrio donde vivía Nico, y me dio las indicaciones para poder encontrar la tumba por si quería ir. No sabía que hacer. Solo me quedaban dos días para seguir viendo la ciudad con mi madre y mi prima pero en realidad necesitaba ir allí, ver a Nico y decirle todo lo que quería decirle. Pasé la mañana con mi madre y mi prima dando vueltas por París y pensándo qué hacer. Paramos a comer y a tomar un café para reponer energías. De alguna manera conseguí inventar una coartada para dejar a mis acompañantes solas después de haber comido, con la excusa de tomar un café con una amiga en una zona cercana. Las dejé en la Torre Eiffel y yo seguí mi camino hasta Boulogne que no está demasiado lejos, llegué hasta el cementerio y tras un rato después de seguir las indicaciones de Nadege  y con algo de dificultad conseguí encontrar la tumba de Nico. Me planté enfrente y entonces me rompí. Con la fría lápida de piedra allí puesta y su nombre grabado encima me puse a decirle todo.

Le dije que había sido lo mejor que me había pasado en la vida, que me había abierto las puertas del mundo. Que me había enseñado lo que significaba ser libre, que había sido mi refugio en los peores momentos, que fue la luz en la ciudad de la luz. Le dije que le quería, que siempre lo había hecho, que su sonrisa era más bonitas que las obras del Louvre y que sus ojos escondían tanta verdad y tanto amor que siguen en mi cabeza. Que nunca fue consciente de todo lo que cambió en mí y que parte de todo lo que había avanzado en mi identidad fue gracias a él. Que recuerdo cada mechón de su cabello y desde que volví a España empecé a usar su perfume y aún lo hago para recordar cada abrazo que nos dimos. Que aún hoy recordaba cada vez que había pasado sus manos por mi piel como si hubiera dejado cicatrices en ella. Nico, te necesitaba y te perdí, no me di cuenta, fui un idiota. Eras la causa y remedio de mi ansiedad. Eras la esperanza que siempre he tenido de ser querido de verdad. Malgasté mi vida, pensé que podría llenar mi vida de otras cosas y por eso no pude aprovecharte. No te dejé quedarte. Imbécil. Necesito que estés aquí.

Después de media hora hablándole y llorando sin parar me tenía que ir para no hacer esperar más a mi familia así que saqué un azucarillo que había robado durante el café y escribí en él “Je ne t’oublierai pas”, la última frase que le dije cara a cara. Allí dejé el sobrecillo y parte de mi alma. Me costó casi tanto separarme de su tumba como de él el día que le vi por última vez en el aeropuerto de Orly.
Salí de allí dolido y liberado pero sin dejar de pensar en lo que podría haber sido. Me obsesionó durante horas. Subí al metro, con una tristeza que nunca antes había sentido y me dirigí a recoger a mi prima y a mi madre. Ahora me tocaría actuar con normalidad delante de ellas, seguir disfrutando de la arquitectura y de los preciosos tejados de París como si no se me acabara de escapar entre las manos la posibilidad de ver una vez más la cara de Nico, como cuando metes un puñado de arena dentro del agua del mar. Si yo creía que había sentido pena en mi Erasmus era porque no sabía que me podía sentir como ahora. Estaba hecho una mierda.

La tarde se me hacían larga y corta a la vez, como cuando estaba con él, hasta que ya prácticamente quedaban unos minutos de sol y fui consciente de que París se acababa otra vez. Llegó el domingo, volvía la noche y con ella las últimas horas de sueño antes de tomar el vuelo de vuelta. Estábamos en el Arco de la Defensa saliendo del Decathlon de hacer unas compras y entrando a comer al McDonalds, el que tantas veces me sirvió en mi otoño de 2010. El sabor de las patatas con la salsa especial que sólo te dan allí me transportó a aquellas tardes, a las nuestras. Seguía pensando en él sin parar. Aquello se acababa. La Torre Eiffel estaba espléndida, saqué las mejores fotos que hice nunca, el Arco del Triunfo estaba allí quieto como esperándome a que volviera a buscarle. El Pompidou seguía teniendo las mismas palomas de siempre que me vieron llegar triunfal por primera vez a la ciudad y Notre Dame seguía tan pequeño como siempre. La azotea de Galerías Lafayette estaba preciosa porque han puesto el suelo de césped artificial y unos sillones de diseño rojos y blancos para ver la ciudad entera, desde donde se atisba el lugar de nuestro primer beso. La creperie del Moulin Rouge subió los precios y ya no es la más barata de París, y la rejilla de ventilación que hay enfrente estaba apagada. Los negros del Sacre Coeur no intentaron hacerme una pulsera y la flecha azul de Amelie seguía intacta al igual que la cafetería. La Mona Lisa seguía en la misma pared vacía de siempre con 50 personas haciendo fotos con sus cámaras de última generación, mientras que el gigantesco cuadro de enfrente es desatendido por el ignorantes turistas. La pirámide del Louvre sigue siendo más bonita de noche que de día y el Sena sigue precioso como siempre. El barrio latino sigue abarrotado y el restaurante español ha cerrado y han abierto otro diferente, y sigue siendo igual de fácil robar imanes en los puestecillos de souvenirs. Los llaveros más baratos siguen siendo los de los negros de la Torre Eiffel porque te dan 6 por un euro. Yo tenía los pies destrozados.

Y todo sigue igual. Todo menos una cosa: que he vuelto a casa y no tengo la sensación de haber superado París. La ciudad que me abrumó y que no me dejó ver sus maravillas. El lugar donde me di cuenta de que la actitud lo es todo y que ser feliz es una lucha constante. El sitio donde aprendí que tus raíces pueden ser valiosas y que son lo que nutre nuestra persona pero que también está bien alejarse y descubrir otras fronteras y otras personas que te den puntos de vista diferente. El París donde descubrí el amor, donde me entregué en secreto al sentimiento más puro que había experimentado. El París donde Nico me enseñó lo que es la libertad aunque fuera en quince metros cuadrados. El lugar donde fui más yo que nunca.

Nunca he superado París y nunca podré hacerlo. Porque París ya es parte de mí y siempre estará conmigo. Porque no sé si estoy hablando de París o de Nico, porque los dos son la misma cosa. Si tú eres Humphrey Bogart y yo soy Ingrid Bergman seguro que desde donde estés me dirás “Siempre nos quedará Nanterre”. Adiós Nico. Nunca te olvidaré.

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