París 13 o de “Cómo marcharse de una etapa difícil”

paris y nebraska


Y finalmente llega el miércoles, mi último día en una ciudad agotadora. Parecía increíble que después de estar contando los días para que esto acabara hubiera llegado finalmente el momento de terminar.Para estrenar el día tuve problemas con los que revisaban la habitación para comprobar que no había roto nada, y que no querían pasar a verla porque tenía las sábanas puestas en la cama y comida en la nevera. Decía que vendrían al día siguiente, pero a las horas que ellos quisieran venir yo estaría volando por encima de los Pirineos. No me mereció demasiado la pena sofocarme y tampoco estaba yo para dar muchas explicaciones así que pasé el día entre despedidas y maletas. Primero me tuve que despedir de las checas, y si me llegan a tirar un poco acabo llorando.

Al rato fui a acabar mi equipaje, cuando Lorena llegó a la habitación de Inga y por no hablarle me marché de nuevo a mi habitación. A las pocas horas me llaman para ir a cenar a un restaurante libanés al que nos llevaba Rami para enseñarnos la cocina de su país del que tanto se enorgullecía. Con un frio terrible y envuelto en todas las capas que pude, cogimos todos juntos el metro en dirección a Charles de Gaulle Etoile. Cuando llegamos al Arco del Triunfo para dirigirnos al restaurante, estuvimos esperando a dos amigas de Rami. Al conocerlas las supuse libanesas, o al menos no muy lejos de los países árabes por su piel morena, ojos grandes y belleza exótica, pero para mi sorpresa las escuché teniendo una conversación en perfecto castellano mientras caminábamos hacia el restaurante. Se llamaban Rita y Perla, y eran de Venezuela y Colombia respectivamente. Desde el primer momento fue un flechazo con ellas, conectamos enseguida, y lamenté profundamente haberlas conocido a tan solo a doce horas de mi partida a España.

Mis escritos hubieran sido muy diferentes de haber adelantado ese encuentro unos tres meses, si hubiera tenido a esas dos personas para poder compartir mis pensamientos con la frecuencia que yo lo necesitaba. Pero por algún capricho del destino allí estaba yo con mis dos latinas comiendo un kebab y con el estómago revuelto por los nervios de la vuelta.

Aquella noche sirvió para despedirme de Ambra y Loren, con alguna lágrima de la última y mis inútiles esfuerzos por consolarla, y tras aquello, me esperó una noche horrible, despertándome cada media hora, sudando y soñando cosas horribles, pensando en gente y viendo la noche naranja y negra por la luz de la farola. Casi bendije cuando el despertador sonó, y un último ataque de ansiedad me empezó a dar en aquel cuartucho de 15m2. Aquella era la última vez que París me daría esa sensación de ahogo, de náuseas. Inga, Juliana y Emmi vinieron a verme antes de marcharme y les di todas las cosas que pude para sus últimos días en la capital francesa. Inga se quedó mi llave, ya que yo no pude entregarla cuando no me hicieron la revisión de la habitación.

Y finalmente bajé las escaleras hasta la entrada y salí del Edificio C de la Residencia Universitaria de la Universidad de Nanterre París X. Ni siquiera miré hacia atrás para contemplar la fealdad del edificio, comido por la suciedad y la humedad y con unas diminutas ventanitas que iluminaban las escaleras. Yo tiraba de mis maletas, de más de 40 kg entre unas cosas y otras, y tanto pesaba que tardé más de media hora en llegar a la estación, un camino que de normal hago en 10 minutos. Pero una vez llegado allí, todo salió solo.”

Primero el RER A, luego el RER B, más tarde el Orlybus con dirección al aeropuerto; y así todo iba saliendo como un perfecto engranaje, coordinado en el tiempo y el lugar adecuado. Lo calculé todo para llegar al aeropuerto a las 10 de la mañana por eso de estar dos horas antes, y finalmente me adelanté 5 minutos. Contento con mi precisión me puse a pelear con azafatas, agentes de seguridad, sistemas antimetal y salas de espera hasta que por fin pude coger mi vuelo, con 20 minutos de retraso. Atrás quedaban cuatro meses de confusión, de tardes en soledad conociéndome a mí mismo, de fortaleza y de debilidad, de mucho descubrimiento. Aunque seguía allí podía sentir que todo se había acabado y que había dejado todas mis pesadillas encerradas en la residencia.

Ya estaba dentro e íbamos a despegar. Mi cabeza estaba en proceso de olvidar todo, por lo menos lo malo, y solo quería llegar a casa lo antes posible. Pero en un momento determinado del vuelo, sentí que no necesitaba volver porque ahí mismo tenía todo lo que necesitaba. Ese momento fue sin duda cuando volábamos por encima de las nubes, y encima de nosotros lo único que había era un cielo azul como llevaba sin ver meses en Francia. El sol, de frente, rozaba mis manos y tocaba mi pelo, dejándolo ardiente cuando me pasaba la mano por él. No me cansé de hacer fotos a ese cielo, a ese color, a esas nubes espesas que estaban debajo, y que eran tan compactas que era increíble que las hubiéramos atravesado.Dejé atrás el gris, la lluvia, la nieve, y de repente todo era luz otra vez, volvía a ser yo.

Pero poco después cuando se iban viendo los Alpes muy a lo lejos y los Pirineos algo más cerca, las nubes fueron desapareciendo, dejando un paisaje lejano de los campos españoles, de sus pueblos ínfimos y de sus arroyos caprichosos. Un país con complejo de inferioridad que tiene riquezas que ningún otro conoce. Y tomamos tierra.

El olor de Madrid ya era diferente, la luz que entraba por las paredes de cristal, el ruido de la gente mientras caminaba, el color. La maleta tardó un rato en salir por la cinta, aunque no tanto como otras veces, la salida estaba lejísimos cuando ya lo único que quería era desprenderme de las mil y una capas que llevaba encima y de un equipaje muy pesado. Allí en la puerta estaba mi padre, acompañado de su amigo Pedro; y tras un breve saludo con los dos nos marchamos en lo que sería mi nuevo coche a partir de ese mismo momento. El coche era realmente precioso, mucho mejor de lo que lo imaginaba, y contaba los minutos para volver a conducir. La comida de mi madre me supo a gloria, digna del mejor chef, a pesar de ser un simple pollo asado. Y después a ver la luz por todos sitios, me tocó dormir una siesta para que la fiesta de por la noche no se haga demasiado pesada.

La siesta española me sentó de maravilla, y una cena con mis compañeros de universidad me sirvió para aumentar aún más si cabe mi alegría por estar en casa. Y además me vi mejor, mi poco pelo sucio dio lugar a una melena impecable, la barba estaba recortada, la piel perfecta. Ya no me veía triste y delgaducho, estaba mejor que nunca en tan solo unas horas.

La camisa limpia, el olor a suavizante de nuevo, mi perfume de siempre y mi americana gris, una corbata azul y sobre todo un coche nuevo que me hizo olvidar el metro rápidamente. Una cena que marcaba un final y un principio, o quizás varios finales y varios principios.

Después de unos días en casa todo sigue como estaba, como si nunca me hubiera ido, como si París hubiese sido un espejismo en mis recuerdos, algo que ocurrió hace cientos de años.

Y aunque me avisaron de que me arrepentiría de haber rechazado Nebraska, ahora quedaría un mes para mi marcha y no me arrepiento en absoluto, tengo la mayor alegría del mundo cuando pienso que estaré en mi casa, con mi familia y mi gente, y con un "yo" que me gusta mucho más que el "yo" que conocí escribiendo este blog en París.

Hoy simplemente acabo de redactar este artículo, a las 5 de la mañana, y con la única preocupación de ver actuar mañana a mi hermano en la función del colegio. Acabo de subir del garaje de jugar un partido de tenis con la Wii, de haber retocado unas fotos con el ordenador, de haber leído la Wikipedia para conocer chorradas. He subido por la escalera y he observado la luz de la luna en el patio, o quizás era una farola, eso no es importante. ”

He caminado a oscuras a través de la cocina, sólo teniendo como referencia un halo de luz que entra por la ventana del baño, esta vez sí, provocado por la luz de la farola, y las horas que son me han obligado a hacerlo muy despacio para no despertar a nadie. La manilla de la puerta estaba muy fría y el tacto suave del metal y la concentración que tenía para cerrarla han provocado que una vez cerrada, yo siguiera enganchado de la manilla, abducido por la oscuridad, por el intimismo de la noche, el tacto y el silencio. Y rozando después todas las puertas de madera que hay hasta llegar a mi habitación, he abierto el portátil decidido a acabar esta historia.

Mi historia. La de una cura de humildad. La de alguien que quería alejarse de su casa porque no era suficiente para él y llegó a un sitio que le quedaba grande. Y descubrió que eso no era malo y que la vida es algo más profundo que paseos por los campos elíseos. La vida era familia, era amor, era sencillez. La historia de una persona que creyó que la felicidad se basaba en hacer un gran viaje, en conocer grandes personas, en vivir grandes experiencias y se olvidó de las pequeñas cosas, se olvidó del placer que da oler un plato de calamares, encontrar el punto de embrague en una cuesta, ver los rayos del sol entrando por los orificios de la persiana, llevar un abrigo y gafas de sol a la vez o que pongan tu canción favorita en la radio.

Adiós París. A pesar de todo siempre te agradeceré tantas lecciones en tan poco tiempo.

Cuaderno de notas. Nanterre XV o de “Cómo olvidar lo inolvidable”

Es raro escribir este cuaderno de notas cuando ya no estoy en Nanterre pero esta será la última vez que lo haga. Quizá hasta destruya este cuaderno para que este secreto siga siéndolo y continuar mi vida como hasta ahora.

Las últimas horas en París me provocaron un sentimiento contradictorio. Por una parte me moría de ganas de dejar toda la tristeza atrás. En estos 4 meses en París he tenido sensaciones que no había tenido nunca antes. Me he encerrado en mí mismo más que nunca y he sido capaz de provocarme tantos sentimientos negativos juntos que necesitaba salir ya allí. Y no es que tuviera un motivo real para estar triste pero la mezcla de no tener nada que hacer, el abandono de la universidad, la falta de entorno, el mal tiempo y la lejanía de todo de la residencia fueron la mezcla perfecta para que mi ánimo se encontrara por los suelos. Ni siquiera Nico pudo revertir esa situación por mucho que lo intentara. Sin embargo, sabía que esas últimas 24 horas también lo eran para mi libertad total, para dejar de ser un ave que vuela en libertad aunque fuera en una minúsucula habitación de residencia. Se acabaron las tardes eternas con Nico en mi habitación, las conversaciones sinceras sobre cómo nos sentíamos o como afrontábamos nuestra homosexualidad. También por supuesto se acaba el sexo, ese fantástico momento de unión entre los dos que significaba una nueva dimensión en mi vida y que hubiera querido repetir cada día de mi vida. Los días al lado de él habían sido el único respiro que me había dado esta ciudad, una burbuja de óxigeno entre tanta contaminación, una última bocanada de aire antes de ahogarte. Sus besos me supieron mejor que encontrarme por primera vez con la Mona Lisa o que descubrir por casualidad que a las horas en punto la Torre Eiffel comienza a destellear luces por todo su cuerpo. Nunca antes había tenido la oportunidad de recorrer la piel de un hombre como lo había hecho durante esas jornadas interminables y a la vez cortas. Nunca había podido sentir como una manos fuertes recorrían mis glúteos o como unos labios tan carnosos como los suyos se perdían entre mis muslos con su barba incipiente. Nico lo había sido aquí y no me había bastado. Quería más de él, lo quería para siempre, pero lejos de aquel lugar.

Decidimos que esas horas las pasaríamos juntos y que nos daba un poco igual que la gente de nuestro entorno sospechara, al final también eran las últimas horas que vivía con ellos. Perdí el miedo porque todo me había salido bien, e icluso cuando Inga nos pilló no hubo consecuencias para nosotros. Pasé todo el día con Nico desde que se despertó y vino a la residencia. Tras la fallida revisión de la habitación decidimos que ya que las sábanas seguían puestas era un buen momento para darles un último o penúltimo uso. Pasamos las horas allí subidos como si nos fuera la vida en ello, sin poder parar y sin querer que el tiempo siguiera su curso. Sabíamos que el tiempo se nos acababa y no sabíamos si estábamos tristes o no y se notaba en la intensidad de todo. Después le dejé en mi habitación y fui a despedirme de mis compañeras. A la vuelta a la habitación pasamos la tarde tirados en el suelo, abrazados, a veces con los ojos llorosos y mirándonos sin parar porque sabíamos que era la última vez que nos teníamos enfrente. La situación era muy extraña porque quieres absorber el alma de esa persona pero te queda tan poco tiempo que no eres capaz de ello. Miraba a Nico como si quisiera memorizarlo por completo, recordar cada peca de su piel y cada pestaña de sus ojos. No podía hacer lo suficiente para llevarme su imagen perfecta en mi cabeza y eso me frustraba.

Salimos por la noche a cenar al restaurante libanés y allí socializamos por última vez. El tiempo se me paraba, me abstraía y le miraba. Le veía allí y me imaginaba lo perfecta que sería entonces mi vida con él. Cenando en París con unos amigos, con total normalidad, como si hubiera salido del armario y todo el mundo allí lo supiera y le diera igual. Podríamos abrazarnos en el metro, compartir comida, tirarnos juntos en el césped de las Tullerías, recorrer los museos de la mano. Esa no era mi realidad pero sí mi pensamiento y me hizo feliz creer por un segundo que esa era la vida. El tiempo iba en mi contra pero yo lo paraba cada vez que le veía sonreir.

Nico y yo nos despedimos de todos para volver a la residencia antes porque tenía que madrugar mucho, así que nuestros amigos se marcharon a tomar algo por la ciudad. Además era una buena excusa para que él pudiera venirse a la residencia y dormir conmigo. Entramos por la puerta de mi habitación por última vez. Se hizo el silencio. Nos miramos fijamente por unos segundos y apoyé mi cabeza sobre su pecho mientras me abrazaba. Empezó a llorar. Lloramos los dos. Era el final. Aún nos quedaban unas horas pero era el final, todo se acabó. Se me gastaron sus sonrisas, sus azucarillos, los nervios que me recorrían la columna cada vez que lo veía en la universidad. Se me acababa Nicolas. Y con él la vida se me iba. Me dejaba con todas las dudas sobre mí, sin saber si realmente quería volver a esa jaula de secretos, a esa identidad falsa del que se esfuerza por parecer hetero, por no parecer lo suficientemente maricón para no tener miedo de cruzarme con cualquier grupo de tíos por la calle. En ese abrazo estaba protegido, allí no podía pasarme nada. Y se me acababa.

Nos metimos en la cama e hicimos el amor, esta vez sí por ultima vez. Y fue en ese momento cuando más me concentré en sentir todo su cuerpo, en tener esas sensaciones que ya no volvería a tener, en disfrutar de sus caricias tanto como de la luz del sol. Sentía su perfume recorriendo mi cuerpo una vez más para despedirme de él. Y cuando acabamos y estábamos tumbados mirándonos frente a frente me dijo: Je t’aime. Me lo susurró y me llegó como una bala al pecho, como si fuera lo último que quería escuchar antes de irme porque en realidad iba a necesitar escucharlo mil veces más y no iba a poder. Yo también le quería. Habían pasado solo unas semanas y se había convertido en la persona más importante que había atravesado mi vida. Y de tanto mirarnos nos quedamos dormidos, con nuestras piernas enredadas y arropados hasta el cuello.

Al despertar, invadidos por la tristeza, Nico se preparó y salió a la calle un rato antes para que pudiera despedirme de mis compañeras sin que le vieran y después fuimos juntos hasta el aeropuerto de Orly, vagón tras vagón sabiendo que era el último viaje. Mi último trayecto en metro y mis últimos minutos intimidado por el verdor de sus ojos. No podía creerlo, aún no me había ido pero ya sentía que se me había escapado, que Nico no era mio y en un instante ya podría ser de otro. Y no es que me diera ningún tipo de celos sino que estaba sintiendo la pérdida como cuando a niño le quitas su juguete favorito. Y a las diez menos cinco Nico y yo estábamos delante de la cola del aeropuerto para hacer el control de seguridad, donde nos separábamos definitivamente.

Nos quedamos paralizados, nos abrazamos, no sabíamos que decir, no queríamos despegarnos pero no quedaba más remedio. Y después de diez minutos sin parar de abrazarnos, de besarnos sin ningún tipo de pudor, de llorar y de decirnos de todo le dije: “je ne t'oublierai pas” (no te olvidaré). Entonces metió la mano en su bolsillo y sacó un azucarillo que puso en mi mano, uno de esos que desde que me conoce robaba en la cafetería de nuestro viejo Saint Germain en Laye esperando verme al día siguiente, me sonrió con esa sonrisa impecable que tiene siempre y la cara roja por el llanto y me dio un último beso. Recorrí la cola de seguridad, pasé el control y miré atrás por última vez. Allí seguía, ondeando su mano para decirme su último adiós. Adiós Nico, nunca te olvidaré.


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