París VII o de “Cómo morir atropellado con todo el glamour del mundo”

 
Ayer me apetecía pasar la tarde solo. A pesar de que los primeros días he estado bastante triste y raro y que la llegada de Lorena me supuso un alivio, he acabado echando de menos ese momento de soledad y de intimidad que le da a uno explorar París por sus propios medios.

Una de mis objetivos era ir a visitar la Rue Royale, como ya os había contado antes. Lo cierto es que la primera vez que oí hablar de esta calle fue en el programa “21 días” de Samantha Villar, la cual acompañaba a Carmen Lomana a pasar unos días aquí en la capital de la moda. En cierto momento que ellas vuelven de una cata de champagne, ambas se disponen a cruzar la Rue Royale con la impresionante iglesia de la Madeleine detrás, y justo en medio del paso de cebra entre ambos sentidos, el semáforo cambia de color y se tienen que detener en mitad de la calle entre los coches. Carmen aprovecha para satirizar la situación, diciéndole a Samantha que morir atropellada en la Rue Royale enfrente del complejo comercial de lujo “Maxim’s” sería la muerte que toda fashion victim desearía.”

Yo, como buen aspirante a fashion víctim en París, necesito ir allí y encontrar ese paso de cebra, tener a “Maxim’s” enfrente y sentir el riesgo de morir atropellado por un Rolls Royce cualquiera. Camino los Campos Elíseos abajo, durante un buen rato, con una foto del mapa en el móvil para encontrar el lugar concreto con facilidad. La avenida se va a acabando, el obelisco egipcio de la Plaza de la Concorde se va acercando y finalmente llego allí, a esa explanada tan grande y tan pequeña, tan abarrotada de coches y de gente, de turistas y de flashes. Si me doy la vuelta justo ahora veo la enorme avenida de los Campos Elíseos con el Arco del Triunfo al final de ella. Entre él y yo debe haber ahora mismo miles de coches que convierten la calle en un desfile de luces rojas y blancas. Si giro la cabeza hacia mi izquierda, la punta de la Torre Eiffel sobresale entre las ramas de unos árboles que se despiden del verano. Tras de mí tengo el obelisco y más atrás los jardines de las Tullerías una vez más. Veo también a mi izquierda un edificio precioso tras un puente, que por la cantidad ingente de banderas que se corresponde a la Asamblea Nacional. Finalmente a mi derecha veo dos edificios tan idénticos como monumentales ocupados por hoteles de lujo y separados por una calle que a simple vista y desde donde me encuentro parece estrecha. Uno de los hoteles tiene un montón de coches de lujo en la puerta, un empleado recibiendo a los que entran ahí y uno de esos carros dorados que utilizan los botones para subir las maletas a las habitaciones.

La calle que hay entre los edificios es la Rue Royale. Me acerco y me cuesta un poco llegar sin caminar demasiado porque la plaza de la Concorde forma una especie de macro-rotonda de la que es difícil salir en línea recta. Finalmente llego, fotografío la placa de la calle, cruzo el paso de cebra y lo vuelvo a cruzar otra vez, no me atropellan. Miro la fachada de “Maxim’s” y la única pista que hay de la boutique son los toldos granates y dorados que hay en las puertas, sin dejar adivinar lo que se esconde dentro. Me entristece no encontrarme con algo mucho más exuberante y sigo caminando hacia la iglesia de la Madeleine que está al fondo de la calle. Veo Dior, veo Gucci, veo gente. Ya me he encontrado a mí mismo, se ha acabado el día de reflexión.

Hoy he ido a descubrir otra de las cosas que me falta aquí, pero esta vez he ido acompañado por las chicas erasmus. Fuimos a ver el Sacre Coeur, monumental iglesia blanca, de cúpulas redondas con una inspiración arábiga evidente.

Famosa también por ser uno de los escenarios de la mítica película Amelie, que una vez más vuelve a mi cabeza. Con sus subidas en forma de ocho por las que el señor Quimcampoix tenía que subir tras las flechas azules para descubrir quién portaba su extraño álbum de fotos. La llegada es impresionante porque te pilla de sorpresa, tras subir por una calle llena de edificios medio en ruinas, tiendas de souvenirs abarrotadas y un cierto sentimiento de nostalgia y abandono. La cantidad de gente que había en esa calle podría ser comparable a la sensación que tiene uno cuando está metido en una discoteca en Nochevieja. El hormiguero de París era mucho más latente en aquella calle, tras la cual se encontraba la iglesia en lo alto de una colina. Hay que subir y subir, mientras unos buscavidas “nos intentan colgar pulseras de hilo de las muñecas para que les demos un euro, pero no tienen suerte con nosotros. Subimos y subimos, y encuentro una flecha azul pintada en el pequeño muro que separa el asfalto del césped.

Llegamos arriba del todo, donde un grupo de bailarines callejeros hace una actuación impresionante de break-dance. Un montón de gente admira embelesados en corro el espectáculo en ese entorno tan especial. Lorena se enamora automáticamente de uno de ellos, el único que parece ser francés, que actúa con un par de chicos negros y un italiano y que lo hace sin camiseta mostrando al público un cuerpo trabajado a base de bien. Lorena no puede evitar ir a hablar con él y a hacerse una foto, ya que no conoce la vergüenza en su cuerpo. Mientras tanto yo me voy a sentar con las otras chicas, que desde hace rato esperan sentadas en el césped con un racimo de uvas y una botella de Cavernet para ver el atardecer sobre un horizonte que solo ve tejados. Nada más sentarme con ellas me ofrecen y allí estamos con París a nuestros pies, comiendo y bebiendo algo tan atípico a esas horas de la tarde y en ese lugar que roza lo cinematográfico. Sería imposible adivinar dónde acaba la ciudad porque no hay una gota de verde en el paisaje que marque los límites. El aire es fresco, se puede estar de manga corta y la sensación es agradable. Enfrente un chico toca la guitarra de manera alucinante y yo pagaría para que el sol no se pusiera nunca y morir de viejos sentados en el césped de Montmarte, escuchando acordes de música francesa, con el Sacre Coeur en mi espalda y siendo señalado por flechas azules que llevan a un buen destino.

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